Uruguay enfrenta actualmente una situación de pobreza
y niveles de desigualdad con raíces estructurales, asociada a una
inserción precaria e informal al mundo del trabajo, bajos niveles educativos
y una fragmentación socioterritorial y cultural creciente.
En efecto, las carencias en el inicio de la vida y los rezagos educativos
posteriores impactan negativamente en el desarrollo pleno de
la persona, contribuyen a fracasos de diverso tipo, a frágiles o precarias
inserciones en el mercado de trabajo dificultando el acceso a trabajo de
calidad, refuerzan la segmentación socioterritorial y brindan pocos
recursos de conocimiento para encarar proyectos de vida autónomos;
una precaria inserción en el mercado de trabajo proporciona menores
ingresos y malos empleos así como menor capital social (individual y
colectivo), incentiva la incorporación temprana de las y los adolescentes
en la búsqueda de ingresos, las y los empuja a vivir en zonas periféricas
y precarias; la precariedad del hábitat y de los servicios públicos debilita
las interacciones sociales con la consiguiente pérdida de oportunidades
para la conformación de opiniones colectivas, construcción de relaciones,
generación de iniciativas, entre otras dimensiones socioculturales,
reduciendo el capital social de las personas, las familias y la comunidad.
Las mejoras en términos de ingreso —que permitieron reducir los
indicadores de pobreza e indigencia, así como la desigualdad—, el aumento
de la formalización del empleo y el acceso a servicios sociales
universales, concretados en la década 2005-2014, modificaron en forma
importante la situación, particularmente en el ejercicio de derechos y
acceso a servicios universales, pero no alteraron decisivamente los factores
estructurales que se encuentran detrás de la pobreza.